O casi mejor el chocolate. Estaba yo estos días en Bélgica –fascinante la querencia de los belgas por el chocolate- cuando recibí una excelente mala noticia: no he ganado un premio de novela al que me había presentado. Vaya, tampoco es que sea algo que sorprenda; no ganar concursos es lo que normalmente pasa cuando te presentas a concursos. Pero esta vez casi me había llegado a ilusionar. Sólo casi. Por eso, sinceramente, no me ha sentado mal. Y es que uno tiene muy buen perder.
La novelita en cuestión… es difícil de clasificar. Yo pongo como ejemplo esos chistes de matemáticos: “¿Qué le dice un logaritmo de e elevado a ½ de X a una integral múltiple?”. Ya sabéis, un chiste de ésos que, si no sabes sobre los intríngulis del cálculo infinitesimal, como que no le pillas la gracia. Pues la novela es que es algo así: fácil de entender si dominas cierta materia, pero si no, te quedas pensando: “Oye, no sé, te diría que no está mal, pero ¿qué demonios me estás contando?”. Francamente la envié a concurso con la nula convicción de poder ganar, lo que pasa es que ha quedado finalista, una de las siete finalistas de entre seis centenares presentadas, y claro, eso sólo ha podido ser porque alguno de la media docena de jueces del jurado la ha entendido. Sólo uno, tal vez dos, pero hasta ahí.
Aunque me hubieran venido muy bien los X-mil euros del premio, siempre le queda a uno la satisfacción. La satisfacción y el Plan B, claro. No era aquél un concurso que se diga apropiado para esa novela, así que ya le he echado el ojo a otro certamen en el que podría encajar. Espero que en unos meses pueda daros una buena noticia.
Entre tanto, sigo imaginando y escribiendo historias difícilmente clasificables que difícilmente lograrán sus objetivos. ¿Qué objetivos? La pasta por perentorio; la gloria, que nunca viene mal; la inmortalidad, por supuesto; quizás también algo de redención. Y el amor, cómo no…
Lo bueno es que, a mi vuelta de este reciente viaje –un intenso viaje, mitad profesional, mitad recreativo-, tengo lleno hasta arriba el depósito de la inspiración. Ahora atesoro un sugerente puñado estampas del Ruhrgebiet, esa región industrial del Oeste de Alemania por la que ya anduve años atrás; los paseos por la bella y vieja ciudad de Colonia en la compañía insospechada de una antigua y adorable musa que, aun demasiado tarde –si es que la expresión “demasiado tarde” es válida cuando de musas se trata-, me inspiró fragmentos de besos y desayunos y rosas holográficas (Colonia es para mí una metáfora de esa imprecisa dimensión entre lo ilusorio del pasado cierto y lo tangible de los futuros que nunca fueron); la ajetreada y coqueta Bruselas, por cuyas calles me hubiera enamorado a la vuelta de cada esquina si no fuera porque, después de todo, uno procura manejarse como el tipo sensato y respetable que no es.
Escribiré pues con la mirilla puesta en el objetivo, como ya vengo haciendo desde casi antes de lo que puedo recordar. ¿Y si tampoco acierto esta vez? Pues a seguir escribiendo. Qué voy a hacerle, si es que yo tengo muy buen perder.