X Y Z (o del lugar donde fuimos felices)

Hay personas que, en nuestro recuerdo, van estrechamente ligadas a ciertos lugares. Gente que en nuestra memoria se funde con un paisaje particular hasta el punto de que ese pequeño trocito del mundo nos remite a su imagen, y cuya imagen personal nos traslada a ese recóndito lugar salvando los abismos del tiempo y del espacio.

Caspar

Fue tal vez el sitio en el que las conocimos, en el que nos enseñaron alguna lección sobre la vida o en el que simplemente disfrutamos de una amena y trivial conversación. Mi viejo y buen amigo J es el sótano de una casa en el extrarradio de Copenhague. L es muy gracioso: es la cuesta que hay al pie de mi calle, a 100 metros de la puerta de mi casa. M siempre será la entrada de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, y V la glorieta ajardinada de una urbanización inconcreta a las afueras de Sevilla (no importa cuál: todas las glorietas ajardinadas a las afueras de Sevilla me recuerdan a V, y V siempre me recuerda a una glorieta ajardinada a las afueras de Sevilla).

Uno pasa por allí e inmediatamente le viene a la mente su rostro. O bien se cruza con su mirada y te trasladas de repente a aquel lugar. A veces el recuerdo rebosa de encanto y alegría, y otras –las menos- de vergüenza y de rencor. También, en ocasiones, las huellas se van borrando. Los lugares, como los rostros, son anaqueles de una biblioteca que vamos llenando de historias vividas o imaginadas, baldas de una estantería en la que abrimos hueco a nuevas caras y nuevos escenarios dejando que sus antiguos ocupantes se desvanezcan hasta convertirse en eco y cenizas.

Es agosto y me he tomado unas breves vacaciones en la pequeña localidad de X. Éste es el lugar que en mi memoria identifico con Z y viceversa. El sitio es encantador y el clima mucho más benigno que en la ciudad, pero eso no justifica que me guste tanto este sitio. Arranco el coche, conduzco en dirección norte cosa de una hora y, en cuanto empiezan a asomar las encinas y las jaras y el horizonte se puebla de cerros boscosos, mi espíritu salta de alegría. ¿A dónde voy? Voy a X, voy con Z. No, claro que no: Z ya no está allí, ella nunca volverá a estar allí. O tal vez sí, pero no amándome, no como entonces. Z me quería como los vulgares mortales nunca alcanzarán a comprender. A ella se le pueden recriminar muchas cosas, pero no que nunca me haya amado. Otro tema es que servidor no supiera estar a la altura, pero lo que es quererme, Z me quiso como nadie.

Lo único malo son las huellas. Sus desvelos por otros hombres –mucho más guapos, mucho más listos, mucho más ricos, respetables y recomendables que yo- no me duelen. Me duelen las huellas, los anaqueles vacíos, las estanterías cubiertas de cenizas donde el eco reverbera. Me duele venir a la pequeña y encantadora localidad de X y que el recuerdo de Z se me mezcle con los buenos ratos invertidos en compañía de otros amigos. La peña en la que le hice una foto, donde aún la veo de pie mirando al horizonte con sus gafas de sol y esa media sonrisa teatrera y picarona, ahora es la piedra en la que les hice una foto a mis adorables sobrinas. La placita y el desayuno era una estampa tan agradable que me duele tener que retocarla en mi memoria: donde estaba ella –sus guantes sobre la mesa, las manos pálidas acariciando una tacita de té- se sientan ahora otros viejos y buenos amigos, y todos disfrutamos, y lo pasamos bien, y dentro de treinta años nos acordaremos de ese desayuno y reiremos y casi creeremos que fuimos felices. Pero eso será dentro de treinta años. Yo, ahora, lo que recuerdo es que aquí fui feliz con ella, en esta placita bajo el sol.

Alguien dijo que nunca se debe volver a los lugares en los que alguna vez fuimos felices. Pienso que tenía toda la razón, pero el caso es que yo no puedo dejar de venir aquí, aunque ella ya nunca más vaya a estar esperándome con su media sonrisa teatrera y picarona, sus guantes y sus gafas de sol. Será que aún tengo sitio en mi biblioteca para ella, que sus huellas no se terminan de borrar o que, sin saberlo, soy feliz después de todo. Vaya usted a saber…

Malo

Soy  malo, muy malo. No, me corrijo: soy el malo. El MALO, en mayúsculas. Igual que Freddy Krueger, Darth Vader, Drácula, o el Kevin Spacey de Seven. Soy el pirata Davy Jones, Mr. Hyde, Lex Luthor, HAL 9000 y el Profesor Moriarty. Soy Adolf Hitler, Pol Pot y Josip Stalin. ¡Soy el mismísimo diablo! Vamos, lo que viene a ser un tipo vulgar, en fin, que sólo quería hacer tu vida más bonita.

malo

Así que me propuse lo que cualquier amante verdaderamente sensato y coherente se propondría: dominar el mundo. ¿Para qué? Para regalártelo, ¡por supuesto! Te regalaría todas las olas del mar y todos los susurros del viento en las ramas de los pinos. La bruma de mil noviembres y los cálidos aguaceros tropicales. Te regalaría las lluvias de estrellas de cometas que se cruzan con la órbita terrestre cada 76 años, las auroras boreales y los eclipses de luna. Me satisfacía especialmente la idea de rendir ante tus pies todos los otoños de Londres y unas Navidades en la Marktplatz de Dresden. Y las sonrisas de los niños, y los abrazos de las madres, y las legiones de promesas del billón de amantes adolescentes que se han jurado amor eterno en la ribera del Sena desde tiempos inmemoriales. Todo eso, sólo eso, era lo que quería regalarte.

Pero soy un pésimo jugador de cartas, y pierdo de forma inmisericorde cada envite que me lanza la vida. Tenía el poker de ases en la mano pero las olas del mar me distrajeron y el viento en los pinos cegó mis oídos y no pude escuchar tus sencillos deseos. Ahora me asusta la bruma de noviembre, y el trópico me agobia con su sofocante calor. Al ritmo que llevo de noches en vela, tabaco y comida precongelada, no voy a vivir para ver de nuevo el cometa Halley, y el frío del ártico me espanta casi tanto como las noches oscuras sin luna. Londres es áspero y distante, Dresden no tiene gracia si no estás allí conmigo, y los niños felices, las madres y los amantes adolescentes me inspiran asco, hartazgo, y envidia.

Soy malo. Muy malo. Como Darth Vader, Lex Luthor y el Profesor Moriarty. Yo deseaba regalarte el mundo, pero el mundo ya no es el que yo quería regalarte. De él no queda nada: ni olas en el mar, ni auroras boreales, ni risas felices. Sólo este puñado de promesas incumplidas y esta confesión tardía. Son para ti.

París

A París había que dedicarle un episodio en esta serie sobre destinos literarios sí o sí. París, uno de los grandes centros irradiadores de cultura del Mundo Contemporáneo, tiene en el subconsciente colectivo los colores de una paleta impresionista, la cadencia melancólica del acordeón y el aroma a pan caliente de boulangerie y a café expreso. Pero, ¿qué forma tiene al contacto con ese sexto –o séptimo, u octavo…- sentido que podríamos llamar “percepción literaria”? ¿La forma de un mosquetero? ¿La de Jean Valjean, aquel ladrón de buen corazón que retrató Víctor Hugo? ¿Acaso la de bohemio perdedor a lo Henry Miller? O, por qué no, ¿la del pedante Profesor Langdon de Dan Brown?

París

La literatura -decía un sabio escritor- existe porque el mundo no es suficiente. París existe porque tampoco la literatura es nunca suficiente, y necesita de una ciudad infinita, capaz de inspirar historias como sólo París es capaz de inspirar. Historias épicas de aventuras, de héroes y villanos, honor, lealtad y venganza como las de Alejandro Dumas, ambientadas en el París aristocrático de la Rive Gauche. Historias de amor como la de Horacio Oliveira y la Maga de Rayuela, que no se resuelven, sino que se disuelven por sobre los puentes y las callejas del barrio de Saint-Thomas-d’Aquin, por los parques y los antros cosmopolitas del palpitante corazón de la ciudad. Historias de frenesí creativo, revolución y generaciones perdidas en la vorágine de los locos años 20. Dicen que Hemingway y su pandilla de artistas expatriados –Scott y Zelda Fitzgerald, Gertrude Stein, John Dos Passos, Ezra Pound- siguen de copas por el bulevar de Saint Germain a la altura del Barrio Latino, como dejó inmortalizado en su París era una fiesta. Preguntadle si no a Woody Allen quién le ayudó a escribir el guión de Midnight in Paris hace sólo tres o cuatro años.

Sin la capital francesa la misma “vocación artística” tal y como hoy la entendemos nunca habría sido: la imagen del talentoso poeta, novelista, pintor o músico bohemio, no podía haber nacido sino en la más rebelde y transgresora de las capitales europeas. Fueron Montmartre y Montparnasse, uno al norte y otro al sur del Sena, los barrios en los que se acuñaron las señas de identidad de esa imagen que aún hoy, más de un siglo después, sigue evocándonos la idea del genuino artista, “pobre pero feliz”. Allí vivieron y trabajaron verdaderos referentes universales del arte como Matisse, Renoir, Toulouse-Lautrec, Picasso, Eric Satie, Anatole France, Jean  Cocteau, Samuel Becket o Salvador Dalí, entre una interminable lista de creadores. La relación de escritores que inmortalizaron en sus crónicas el carácter inspirador de la Ciudad de la Luz es igualmente extensa, y va, por lo menos, desde Baudelaire hasta Houellebecq, aunque seguro que mucho más allá, en uno y otro sentido, tanto en el espacio como en el tiempo.

La ciudad de París actual, complaciente y hedonista a veces hasta lo autodestructivo, ni puede ni desea desembarazarse de la etiqueta de la que, para bien o para mal, su historia la ha hecho merecedora. Sus veranos luminosos, sus grises otoños de bufandas y mejillas sonrosadas, el glamour atesorado durante un par largo de siglos y los sueños cumplidos más las ilusiones perdidas de millones de seres humanos alrededor del planeta que entendimos a París como el lugar donde todo es posible, seguirán ofreciéndonos un escenario incomparable para ampliar la historia de la creación de historias. Porque el mundo nunca será suficiente, pero París siempre será infinita.

Londres

El escritor Samuel Johnson (1709-84) decía que “cuando un hombre está cansado de Londres, está cansado de la vida, pues en Londres se encuentra todo lo que la vida puede ofrecer”. Tal vez esa frase no sea rigurosamente cierta ni entonces ni menos aún hoy, pero lo que sí es verdad es que no hay ninguna otra ciudad en el mundo que pueda ofrecer todo lo que Londres ofrece.

London

Sería ingenuo pretender dedicarle un único post a Londres en esta suerte de serie dedicada a destinos turísticos con regusto literario. Londres tiene sustancia para mil y un blogs, y si tratan sobre literatura, ya ni os cuento. Pero como la imposibilidad de alcanzar la perfección no debería suponer un obstáculo para desarrollar nuestras creaciones –sentencia que predico con fariseica incoherencia-, vamos allá y hablemos sobre Londres. Sobre algunas de sus caras, al menos.

Tiene una cosa la capital británica que bien haríais en anotar: es una ciudad de más de una visita. Si ya habéis ido, ventaja que tenéis. El primer viaje a Londres es el del Palacio de Buckingham, el de Picadilly, las Houses of the Parliament, la Torre y el British Museum. Muy bien, ésas eran las visitas obligadas. Ahora reservad un vuelo a Londres (los hay muy baratitos) y lanzaros a conocer sus múltiples rostros.

Con más de ocho millones de habitantes y una superficie de 1.570 kilómetros cuadrados –lo que vendría a ser más o menos un círculo de 50 kilómetros de diámetro-,  es natural que haya un Londres para cada persona y para cada gusto: el popular, transgresor y un punto macarra como el que se puede vivir en Camden, cuna de movimientos culturales tan dispares como el punk-rock o la escuela pictórica prerrafaelita; el glamuroso –o directamente pijo-, con su centro en los barrios hermanos de Kensington y Chelsea, donde se encuentran las embajadas, los anticuarios, las boutiques y el pintoresco Notting Hill; el bohemio, que se encuentra disperso por toda la urbe pero que encuentra en el West End uno de sus puntos neurálgicos; el “multikulti”, preferiblemente hacia la orilla sur del Támesis, como en el barrio jamaicano de Brixton, donde podemos acompañar una cena de comida eritrea con la clásica pinta mientras escuchamos reagge… Pero, de todos, yo me voy a quedar con el “Londres Literario”, que para eso este blog se llama como se llama y yo me dedico a lo que me dedico.

Desde que en el siglo XIV Geoffrey Chaucer situara sus Cuentos de Canterbury en Londres, la ciudad ha sido escenario de innumerables obras. En sentido literal: innumerables. Teniendo en cuenta que el XIX fue a la vez el Gran Siglo de la Novela y el Siglo Británico, es fácil de comprender que sea virtualmente imposible enumerar todas y cada unas de las historias escritas que transcurren en Londres. Algunos lugares con notable regusto literario son bien conocidos: el Museo de Dickens en Camden, el reconstruido teatro The Globe, réplica del original de los tiempos de Shakespeare levantado en su emplazamiento original en el barrio de Southwark, o la casa del 221B de Baker Street, hogar del archiconocido investigador Sherlock Holmes. Claro que esos lugares están repletos de turistas, lo que convierte la visita en una experiencia algo ordinaria. Más discretos (relativamente) pero no menos dignos son la estatua de Peter Pan en los Kensington Gardens, la casa-museo del poeta John Keats en Hampstead, o algunas emblemáticas librerías como Atlantis o Foyles, en Charing Cross. En el barrio de Whitechapel, en el centro-este de la ciudad, se puede realizar una ruta por las lúgubres callejuelas por las que el enigmático Jack el Destripador dio rienda suelta a sus sanguinarios instintos hace ahora 126 años. No es en rigor una excursión literaria, pero como el personaje ha llegado a convertirse en un icono de la cultura pop y un importante referente inspirativo de la ficción contemporánea, lo incluimos en esta categoría. Aunque para vivir una experiencia de verdad inolvidable y rebosante de atmósfera literaria, nada mejor que reservar una entrada en el Saint Martin’s Theatre para La Ratonera (The Mousetrap) de Agatha Christie, que lleva ininterrumpidamente en escena desde 1952 (sí, como lo oís).

Apenas hemos citado un puñado de lugares, obras o autores que le hayan dado a la capital británica ese inequívoco literary vibe, y es que hacer una exhaustiva guía sobre el Londres Literario escapa a mis limitadas y humanas posibilidades. La ciudad está repleta de calles y casas con plaquitas conmemorativas –“Aquí vivió Fulano”, “Este pub aparece citado en la famosa obra de Mengano…”-, monumentos y parques en cuyos rincones el oído entrenado puede escuchar, si se lo propone, el canto de las musas que inspiraron a legiones de escritores desde Shakespeare hasta J.K. Rowling. Lo mejor, pues, es lanzarse a la fascinante ciudad de Londres en la compañía de algún libro de Oscar Wilde, Robert Louis Stevenson, Virginia Woolf, Henry James, Huxley, Mallowshade, McEwan o nuestro Félix Palma, y dejarse llevar por las voces inmortales de esos personajes que encontraron en Londres el escenario perfecto para vivir todo lo que la vida puede ofrecer.

 

Hiroshima

Muchos pensaríais que Hiroshima está lejos de ser un destino turístico. Lo está, qué demonios, lo está para todos aquellos que observan la vida como algo que sucede a su alrededor pero en lo que no se implican. Lo está por prudencia o por sincera falta de lealtad a lo que sea. De todos modos, Hiroshima tenía que ser el primer destino de Mercenary Tours por varias razones.

Hiroshima Castle

La primera es porque, más allá de la imagen trágica de la ciudad, Hiroshima es una urbe amable como pocas. Al sur de la isla de Honshu, la principal isla de Japón, el puerto de Hiroshima fue uno de los pocos que, a lo largo del siglo XVI, se abrió a los navegantes occidentales, portugueses y españoles básicamente, y aún conserva ese espíritu cosmopolita y amigable de las ciudades portuarias. La leyenda es confusa, pero hay quien asevera que el “pescaito frito”, de tan honda  devoción en Sevilla, fue el germen impulsor de lo que hoy conocemos como tempura, esa forma de rebozar y freír las verduras y el marisco tan propia del suroeste ibérico. Baricco lo relataba en su dudosamente brillante “Seda”. Fuera como fuese, lo cierto es que  aquello de freír en aceite llegó al Imperio del Sol Naciente precisamente por allí.

A Hiroshima hay que ir para vivir el Japón más atávico –falso, para ello habría que visitar el interior de Honshu, los Alpes Japoneses, pero igual nos vale-, y para recorrer las calles que Marguerite Duras inmortalizó en su “Hiroshima mon amour”, aunque es un hecho que la autora nunca visitó en persona esta ciudad japonesa.

La segunda razón es que nadie, mejor que los hiroshimitas, sabe del amor a la paz. La Historia, así en mayúsculas, viene a ser poco menos que un compendio de reyes y guerras libradas en su honor. En Hiroshima no hay ni rastro del maniqueísmo fascistoide que alegremente aplauden los fieles tanto de uno como de su contrario sistema de valores (iguales, a efectos prácticos). Una visita al Parque Memorial de la Paz sería muy estimulante para todos aquellos valerosos que darían su vida por “la causa”. Por cualquier causa. Recogiendo la vieja máxima sintoísta: “si cuesta una sola vida humana, entonces es que no merece la pena”. Ve, vívelo, y ahora me cuentas eso tan importante por lo que estarías dispuesto a matar y morir.

Y tercero: porque Hiroshima es una alegoría de lo que pudo ser pero no fue. Porque todos hemos estado en Hiroshima alguna vez, la noche antes, a pocas horas de estallar la bomba atómica. Yo mismo estuve allí, aquel 6 de agosto de 1945. Bueno, tal vez no en ese mismo momento, creo que fue más bien allá por 2012. Pero ésta es una metáfora, así que da igual. Yo estuve en Hiroshima con mi amada M, y con esa otra M de mis amores inconfesos, y con A, por supuesto, siempre con A. Y también con E, encantadora e inolvidable E. Ya lo escribí una vez: “Hiroshima es el lugar en el que una vez fuimos a caer sin saberlo y al que nunca podremos regresar, pero del que jamás hubiéramos querido marcharnos para así poder besar al amor olvidado de nuestras vidas”. Hiroshima no es más que una ciudad de un lejano país, pero es el extremo, el límite que no nos atrevemos a cruzar por miedo a lo que venga detrás. Y es eso lo que la hace irresistible. No visitéis Hiroshima. No a menos que estéis dispuestos a cambiar.

«Mercenary Tours» o «Bienvenidos al Laberinto»

El otro día saqué unos cuantos libros de la biblioteca de la facultad para ir trabajando en mi proyecto de fin de máster. El primero que me he puesto a leer se titula Laberintos narrativos, de la profesora Mª Ángeles Martínez García, de la misma Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla. El libro me está apasionando, pero no os lo recomendaría así en frío a menos que estuvierais familiarizados con la filosofía cognoscitiva y la pragmática del discurso narrativo. Conste que yo tampoco estoy familiarizado con nada de eso, si bien me está resultando de lo más sugerente. Para que os hagáis una idea, el libro trata sobre el arte de contar historias, sobre la creación de mundos ficticios, su relación con la realidad y los patrones y leyes que los rigen. Es un delirio realmente curioso. ¿Recordáis cuando visteis la peli Matrix, aquello de la pastilla azul y la roja, y os dio por cuestionaros la realidad? Pues un poco de eso tiene.

Labyrinth

Vale, el caso es que Laberintos Narrativos ofrece una perspectiva muy singular sobre esto de la escritura que me ha animado a poner en marcha un proyecto que tenía en mente hace tiempo, al que me obliga mi devoción por mi profe de la asignatura Guión de Páginas Web, Marina Ramos, y que además ahora, en pleno verano, cobra aún más sentido: voy a dedicar los próximos posts a construir una breve guía turística para el viajero literario. Pero esta guía no está redactada por un periodista, sino por un escritor –o algo parecido-, por uno, además, que está convencido de que las fronteras entre lo ficticio y lo efectivamente real son muy, muy imprecisas, de manera que os propongo un juego:

A lo largo de las próximas semanas iré publicando una serie de artículos variopintos sobre destinos turísticos de interés para los amantes de la literatura: el París póstumo de Wilde, Madeira y los pasos perdidos de Hemingway, el periplo de Herman Melville por las islas del Pacífico Sur, el Tokio falsamente amnésico de Ray Loriga, aquel Bomarzo fabuloso de Mújica Laínez, la Venecia fantasmal de Wilkie Collins o la misma Sevilla del joven Goethe, viajero romántico por la exótica España del XVIII…

Eso sí, añadiré elementos de mi invención que tendréis que identificar. El que lo haga correctamente recibirá un premio. Nada muy “p’allá”, pero ojo, yo cuando me pongo soy muy espléndido, creedme, así que tampoco perdéis nada echándole un vistazo a cada reseña viajera semificticia a ver si pilláis el gazapo. Este artículo es una invitación: leedlo, recreaos en las escenas que proyecto y, si sois capaces de averiguar qué dato que os doy es falso, dejad un comentario. La serie irá en principio de aquí hasta primeros de septiembre. A quien haya dado con más gazapos le haré un obsequio que, sin ser gran cosa, estoy seguro le satisfará. Nunca subestiméis el poder de un escritor cuando de dedicar obsequios se trata.

El juego comienza ya, con este mismo artículo, que es el primero de la singular guía turística que he tenido a bien titular Mercenary Tours. Sí, así, en inglés, por eso de que da más proyección. Y bien, ¿dónde está el gazapo?

Obras

¡Cielos! Va a hacer ya un mes desde que publiqué el último artículo. Disculpad, estoy remodelando el blog, que ya lo pedía, aparte de que necesito darle un cambio de cara à propos de un subproyecto relacionado con el máster y que irá tomando forma por aquí.

under construction

Estos días, además de andar liado con otro mogollón de historias del máster y del trabajo, estoy aprendiendo muchísimo sobre las mil y una cosas que… que no puedo hacer en WordPress porque mi cuenta es gratuita, claro. Aun así intentaremos sacarle partido para hacer esto más atractivo y dinámico.

Muy pronto volveremos con nuevas aventuras y desventuras de esta suerte de escritorzuelo maldito (bah, no me hagáis caso; yo, que soy muy melodramático). Porque no, no me voy de vacaciones; ya las disfruté este pasado mes de mayo, así que me quedaré el verano on-line la mayor parte del tiempo atendiendo los múltiples frentes que se me presentan. Aaah,  la vida del mercenario, que no da tregua…

Nos vemos pronto 😉

Twitter

“—Y bien, Sr. Fulano, ¿qué opina usted sobre la postura de Bruselas respecto a esta problemática?

—Gracias por concederme la palabra, Mengano. Antes de nada, deseo hacer una muy breve aclaración a nuestros respetables conciudadanos: me cago en todos ustedes. Me cago en ustedes, en sus putas madres, y en todo aquello que aprecien, respeten o admiren. Pues bien, nuestro grupo parlamentario ha impulsado desde Bruselas una serie de iniciativas destinadas a…

a la mierda

La corrección política, esa forma de tontuna sociológica imperante gracias a la cual se delata la gente simple, impedirá que llegue a darse la escena arriba recreada. Habiendo llegado a donde lo ha hecho el nivel de la campaña electoral para las europeas –no se habla de política, sino de la caspa de Cañete, de Ribery, de lo resultón que es ese arribista de Pablo Iglesias- me sorprende que a ningún responsable político se le haya ocurrido arrancar con un “me cago en todos ustedes” alguna de sus intervenciones públicas. Sería un delicioso toque de aire fresco que, eso sí, sólo a unos pocos nos daría mucha risa. Hay que tener cierta finura intelectual y bastante sentido del humor para captar la broma. Y a la sociedad española no le sobra ni lo uno ni lo otro.

En España la sensibilidad política es como el fútbol: se es del Real Betis “manque pierda” o del Sevilla F.C. “hasta la muerte”. Y ya está. El 85% del electorado español ya tiene decidido su voto para las elecciones generales del 2065. Da igual que los tuyos roben, que dilapiden, que sean analfabetos, trepas enchufados o cocainómanos, que enarbolen la bandera de la Patria, de la igualdad, de la sanidad pública o de la “normalización lingüística” (siniestro concepto donde los haya) y luego defrauden a Hacienda escondiendo la pasta en Suiza, se vayan de putas, den a luz a sus hijos en el hospital Beth Israel de Boston o los escolaricen en el Lycée Français. Nos la pela porque somos así y les volveremos a votar, a unos, a otros o a los de más allá, manque pierdan y hasta la muerte. Con la ingenua creencia en que el de en frente puede llegar a traicionar sus sólidas convicciones, legiones de twitters de todos los bandos se baten el cobre estos días para sacarle punta a cualquier comentario que haga el enemigo. Hay barrabasadas que comprensiblemente reciben su merecida sarta de contrarréplicas. Pero nos estamos pasando de rosca, y tal anda el patio, que cuando uno da los buenos días corre el riesgo de que le recriminen estar deseándole al otro una mala noche. Además, éste puede ser más retorcido que tú y responderte sacando a la luz un comentario tuyo de hace un par de años al que se le detectan trazas de machismo, clasismo, racismo, connivencia terrorista, insensibilidad hacia los discapacitados, hacia la ecología, o hacia cualquier cosa políticamente correcta.

En la campaña para estas europeas se ha llegado a tal punto de susceptibilidad que los asesores en mercadotecnia electoral de todos los partidos bien harían en mandar a la porra su libro de estilo, porque en cualquier caso siempre habrá un tío muy ingenioso en la trinchera de en frente capaz de darles la vuelta a tus comentarios y retratarte como la malísima y despreciable persona que en el fondo eres.

Así pues, propongo a nuestros políticos como arranque de todas sus intervenciones mitineras esa simpática fórmula del “me cago en todos ustedes y en sus putas madres”. De este modo les ahorrarían a legiones y legiones de twitteros el esfuerzo neuronal de retorcer, afilar y descontextualizar hasta lo irreconocible cada palabra que salga de sus bocas. Y unos pocos nos reiríamos mogollón.

La miel en los labios

O casi mejor el chocolate. Estaba yo estos días en Bélgica –fascinante la querencia de los belgas por el chocolate- cuando recibí una excelente mala noticia: no he ganado un premio de novela al que me había presentado. Vaya, tampoco es que sea algo que sorprenda; no ganar concursos es lo que normalmente pasa cuando te presentas a concursos. Pero esta vez casi me había llegado a ilusionar. Sólo casi. Por eso, sinceramente, no me ha sentado mal. Y es que uno tiene muy buen perder.

Bru 2

La novelita en cuestión… es difícil de clasificar. Yo pongo como ejemplo esos chistes de matemáticos: “¿Qué le dice un logaritmo de e elevado a ½ de X  a una integral múltiple?”. Ya sabéis, un chiste de ésos que, si no sabes sobre los intríngulis del cálculo infinitesimal, como que no le pillas la gracia. Pues la novela es que es algo así: fácil de entender si dominas cierta materia, pero si no, te quedas pensando: “Oye, no sé, te diría que no está mal, pero ¿qué demonios me estás contando?”. Francamente la envié a concurso con la nula convicción de poder ganar, lo que pasa es que ha quedado finalista, una de las siete finalistas de entre seis centenares presentadas, y claro, eso sólo ha podido ser porque alguno de la media docena de jueces del jurado la ha entendido. Sólo uno, tal vez dos, pero hasta ahí.

Aunque me hubieran venido muy bien los X-mil euros del premio, siempre le queda a uno la satisfacción. La satisfacción y el Plan B, claro. No era aquél un concurso que se diga apropiado para esa novela, así que ya le he echado el ojo a otro certamen en el que podría encajar. Espero que en unos meses pueda daros una buena noticia.

Entre tanto, sigo imaginando y escribiendo historias difícilmente clasificables que difícilmente lograrán sus objetivos. ¿Qué objetivos? La pasta por perentorio; la gloria, que nunca viene mal; la inmortalidad, por supuesto; quizás también algo de redención. Y el amor, cómo no…

Lo bueno es que, a mi vuelta de este reciente viaje –un intenso viaje, mitad profesional, mitad recreativo-, tengo lleno hasta arriba el depósito de la inspiración. Ahora atesoro un sugerente puñado estampas del Ruhrgebiet, esa región industrial del Oeste de Alemania por la que ya anduve años atrás; los paseos por la bella y vieja ciudad de Colonia en la compañía insospechada de una antigua y adorable musa que, aun demasiado tarde –si es que la expresión “demasiado tarde” es válida cuando de musas se trata-, me inspiró fragmentos de besos y desayunos y rosas holográficas (Colonia es para mí una metáfora de esa imprecisa dimensión entre lo ilusorio del pasado cierto y lo tangible de los futuros que nunca fueron); la ajetreada y coqueta Bruselas, por cuyas calles me hubiera enamorado a la vuelta de cada esquina si no fuera porque, después de todo, uno procura manejarse como el tipo sensato y respetable que no es.

Escribiré pues con la mirilla puesta en el objetivo, como ya vengo haciendo desde casi antes de lo que puedo recordar. ¿Y si tampoco acierto esta vez? Pues a seguir escribiendo. Qué voy a hacerle, si es que yo tengo muy buen perder.

Grunge

Hace unos días que se celebró el vigésimo aniversario de la muerte de Kurt Cobain, uno de los músicos más influyentes del siglo XX y uno de mis ídolos de adolescencia. Yo soy grunge, lo soy y lo reivindico ahora que ya quedó lejos aquel movimiento, aquella generación que nos marcó a los que vivimos nuestra primera juventud en los años 90. Tengo pendiente desde hace unos años escribir una novela ambientada en aquellos tiempos, una idea que surgió de mi querida amiga Isabel Härdtle, encantadora Erasmus compañera de piso diez años más jovencita que yo pero que, sorprendentemente, tenía en aquella generación musical a sus principales referentes inspirativos.

Nirvana

El movimiento grunge me resulta apasionante, más allá de mi adscripción generacional, por su singularidad como movimiento cultural: el grunge es la única corriente musical genuinamente underdog de la historia. Fue una música creada por y para losers, o al menos por y para gente que no tenía mayor interés en ir de figura por la vida, a diferencia del resto de artistas de todas las disciplinas que a lo largo de la historia siempre han mostrado una marcada tendencia por el divismo. El grunge fue la música de aquella Generación X que bautizó el escritor canadiense Douglas Coupland al que conocí gracias a la adorable Rocío (mis besos allá donde te encuentres), una generación que se distingue por haber nacido contra nada: no había dictadura a la que enfrentarse, el Muro de Berlín había caído por su propio peso demostrando que el capitalismo no es que fuera el mejor de los sistemas, sino el único posible, y no podíamos echarle la culpa de nuestros fracasos a nadie más que a nosotros mismos. Nirvana, Pearl Jam, Faith No More, Alice in Chains, Red Hot, Stone Temple Pilots, Weezer… Toda esa época anterior a la explosión de Internet está barnizada con un regusto a garaje humeante de sábado noche y a revista impresa y arrugada que ahora nos pondría de los nervios, pero que en su tiempo eran la biblia de la actualidad musical. Los discos de Green Day llegaban a España dos años después de romper las listas de ventas en USA, y los pelos de colores, y las casacas alemanas, y el no future anarco-punky de los Pistols se convertía en el no future romántico de los Smashing Pumpkins, artífices de auténticos himnos generacionales.

Hace ya cuatro o cinco años que se acabó la época de las bodas para mi generación. Todos mis amigos respetables se han casado y viven felizmente con sus encantadoras esposas y sus adorables criaturas, unos nenes a los que quiero con locura y con los que suelo jugar cada sábado cuando quedamos para comer en algún parque. La última vez que escuché muchos de aquellos himnos generacionales, los temas más emblemáticos de Pearl Jam, Nirvana o The Offspring, fue en sus bodas –las de los papis, se entiende-, y aun con treinta y tantos años, ahí que nos batimos el cobre como en los buenos, viejos, tristes pero gozosos tiempos. Ya sólo alguna que otra extraña noche de solitaria nostalgia me da por ponerme unos vídeos de Mudhoney o de los Pixies para darles calor a estos huesos viejos –sí, más viejos de lo que muchos sospechan, tanta vida atesoran bajo su apariencia juvenil-, y entonces recuerdo quién soy, de dónde vengo, y qué es a lo que aspiro. No puedo evitarlo: por mucho que pasen las décadas, yo soy grunge.